jueves, 20 de septiembre de 2007

Competencia y beneficios

Editorial de El Financiero

Creer que las aperturas de los mercados de seguros y telecomunicaciones son resultado del Cafta es atribuirle a este tratado poderes que ningún instrumento legal posee. Los monopolios naturales son el resultado de la tecnología y no de la ley.

Un monopolio natural existe cuando la tecnología impide que dos o más proveedores de servicios puedan coexistir rentablemente en un mercado, generalmente porque la ventaja del más grande en términos de costos es tal que llega a ser, o se mantiene, como el único proveedor en el mercado. Cuando esto sucede, no habrá competencia, aunque la ley la permita, y la regulación directa es el único instrumento para evitar que el monopolista abuse de su poder.

De forma similar, cuando la ley intenta imponer un monopolio allí donde la tecnología permite la competencia, lo que se logra no es suprimir la competencia, sino crear un mercado que puede ser negro o gris, pero en cualquier caso, la competencia aflora y los recursos públicos se desperdician intentando suprimirla.

Esto es precisamente lo que ha sucedido en los dos mercados que analizamos.

El monopolio en los seguros de vida y salud existe, en la práctica, únicamente para los consumidores de más bajos ingresos, ya que la clase media alta y la clase alta compran seguros cuando viajan, o los compran a los vendedores que de manera cada vez más abierta operan en el mercado. La ficción jurídica del monopolio lo que hace es crear inseguridad –pues los seguros se compran a operadores no regulados localmente–, limitar la oferta de productos disponibles en el mercado y excluir al segmento que más se podría beneficiar del acceso a seguros más baratos y en particular a los pequeños y medianos empresarios.

En el caso de las telecomunicaciones, la situación es un poco más complicada y ciertos segmentos del mercado probablemente todavía son un monopolio natural, mientras que en otros la competencia es posible. Pero son precisamente la telefonía móvil y los servicios de redes privadas e Internet, los que se están abriendo a competir.

En cuanto a la telefonía móvil, la evolución tecnológica permite un uso más eficaz del espectro radioeléctrico, de manera que varios operadores pueden ofrecer sus servicios de manera simultánea dentro del rango de frecuencias reservado para este uso.

En el caso de Internet sucede algo parecido: sobre una misma red muchos operadores pueden ofrecer sus servicios, mientras que el acceso a la red mundial, que hoy debe realizarse forzosamente por medio del ICE o Racsa, pueden realizarlo directamente los proveedores de servicios e incluso los usuarios, ya sea por medio de conexiones satelitales o comprando “ancho de banda” en las conexiones de cable submarino ya existentes o aquellas de las que se llegue a disponer en el futuro.

En síntesis, el dilema que tenemos enfrente no es el de abrir o no abrir los mercados de seguros y telecomunicaciones, sino el de hacerlo de manera clara y transparente, o bien permitir que la competencia siga ocultándose en la sombra de un mercado que a veces parece gris y otras negros. Esto es casi lo mismo que decir que nuestro verdadero dilema es escoger entre unos mercados abiertos y bien regulados, lo que protege a los consumidores y evita las prácticas monopolísticas y anticompetitivas, o bien unos mercados mal abiertos y peor regulados, en los que unos consumidores quedan excluidos y otros expuestos a peligros innecesarios y por eso mismo injustificados.

Los compromisos que nuestro país asumió en el TCL, por tanto, no son sino una “puesta al día” de nuestro país con la realidad tecnológica y financiera. Aun sin TLC deberíamos avanzar, aceleradamente, en la apertura de estos mercados, la transformación de los operadores públicos para que puedan operar con eficiencia en un mercado abierto y, finalmente, en el fortalecimiento de los entes reguladores, de manera que los consumidores sean los grandes ganadores de la apertura.

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