viernes, 15 de agosto de 2008

Política e Iglesia

Esteban Porras Zúñiga
Estudiante Universitario/ Escritor Asociado EyP


El próximo 15 de agosto asumirá la presidencia de Paraguay el ex- obispo de la Iglesia Católica Fernando Lugo, devolviendo el interés en la forma en que las relaciones entre lo religioso y lo político se desarrollan en la historia
La propia doctrina de la Iglesia Católica es la que manifiesta no querer meterse en política cuando en los textos evangélicos se expresa el “Dar al César los que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Por lo contrario, a los fieles católicos laicos a se les reconoce el derecho de participar en política y defender sus postulados de acuerdo con sus creencias.
De obispo a presidente. Según Lugo, quien desobedeciendo el pedido expreso de la Santa Sede participó y ganó la contienda electoral, su actual participación política se remonta a su formación en la vertiente marxista de la Teología de la Liberación que recibió en Perú.
El Obispo, suspendido por el Vaticano antes de alcanzar el máximo poder de Paraguay, nos recuerda que el poder y la política no son medios de la Iglesia, la cual no debe asumir papeles que no le corresponden.
Fernando Lugo fue ordenando sacerdote un 15 de agosto de 1977; de forma paradójica, el mismo día, pero 31 años después, recibirá la banda de presidente: antes estuvo al servicio de la Iglesia, ahora al servicio de su país.
Grave retroceso. Una vuelta al pasado se dio hace unos 45 años cuando la Teología de la Liberación estimuló la participación política de los sacerdotes. El exministro nicaragüense Ernesto Cardenal es el más claro ejemplo. Sin embargo, hasta ahora ningún obispo había abandonado su ministerio para dedicarse a gobernar un Estado.
Lugo tiene como antecedente inmediato en América Latina el del sacerdote haitiano Jean Bertrand Aristide, también suspendido en 1991 y quien fuera elegido como primer presidente democrático de la historia de Haití.
En el pasado los religiosos participaban en los consejos revolucionarios, tal como en la independencia, o en épocas más antiguas cuando el papa era el rey de media Italia. Fue un gran progreso para la Iglesia el haberse apartado de la actividad política por lo que ahora los sacerdotes y los obispos tienen prohibido desenvolverse en este ámbito.
Para el profesor Joaquín Navarro Valls el punto de equilibrio es, para el Estado, la laicidad, y para las iglesias, la independencia. Según este panorama las iglesias deben reconocer los límites de su competencia en la vida política y económica, pero no hasta el extremo de dejar de orientar la conciencia de sus fieles.
La Iglesia, decía el fallecido Juan Pablo II, no pide privilegios ni ocupar ámbitos que no le son propios, sino que “desea cumplir su misión a favor del bien espiritual y humano del pueblo sin trabas ni impedimentos”. Cada quien en su espacio, ya que en el Estado tiene que haber un orden; de lo contrario, todo se desarmaría.

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